miércoles, 3 de julio de 2013

El país de las focas

[aun cuando escrito en enero de 2012, conserva vigencia]

Me refiero a nuestra querida Venezuela donde, según entiendo, no cohabita ese cariñoso animal de cuello corto y bigote o al menos no es sabido por mí si lo hace alguna de sus especies, pero donde sí encontramos otros especímenes más numerosos y menos simpáticos, eso sí, bastante más predecibles que por tener comportamientos como los de esos pinnípedos hacen que podamos catalogarla de esa manera.  Basta con que veamos cualquier intervención pública de Chávez, incluso cuando se dirige a sus cada vez menos nutridos auditorios en televisión, u observemos alguna sesión de la Asamblea Nacional o de tantos otros escenarios institucionales del Estado Venezolano para notar de inmediato que los que aplauden o condescienden con esas farsas pretendiendo validarlas, por la forma ritual en que lo hacen, se comportan como focas en un circo; es una sensación indefectible.  Dicen los entendidos que el lenguaje corporal expresa tanto como el de las palabras; así, lastimosamente, nos percatamos del triste tenor de esos aplausos y de las expresiones patéticas en sus rostros para interpretar la excesiva adulación que profesan, o deben profesar, por esa mentira humana.  A mi juicio, ese efecto poco tiene que ver per se con un ilusorio poder hipnótico del orador, más bien lo tiene con el porqué de esos aplausos y la naturaleza de quienes los dan.  Y no sólo se trata de esos mamíferos a los que Chávez tiene amaestrados por el bolsillo, léase sus cogobierneros o cualquier otro empleado público incluidos los militares, sino que también existen focas dentro de la población común.  Por cierto, siempre creeré que una buena porción de estas últimas también sucumbe por el bolsillo, por recibir de igual manera prebendas o regalos del amaestrador mayor, del propietario del circo que las involucra en el festín que significa el usufructo impúdico, indiscriminado, excluyente y a fondo perdido de las riquezas del país, de ese flujo de caja enorme que provee cómoda y consecuentemente la industria petrolera, todavía a pesar del comité de facinerosos que la regenta, al tiempo que para nada son focas por creer en o seguir algún tipo de ideología o sumarse a alguna causa que sea meramente política y coherente.  No perdamos de vista que muchas serán las veces que habrán de conformarse con la sola promesa del regalo, pues éste nunca llegará.  En la otra mano, el asunto resulta igualmente infame cuando esos aplausos no son comprados o no han sido impuestos como condición para el salario; eso nos demuestra la paupérrima disponibilidad de discernimiento de esa fracción de público general: focas por incapacidad mental a las que literalmente, en lenguaje de calle, “se les cae la baba” por el domador.  Mas esa hipnosis monetaria se ha extendido a otros parajes extra fronteras, es por eso que podemos conseguir focas gobernando focas en otros países, focas con entrenador importado, todas focas, éstas y aquéllas, vasallas de nuestro esperpento del siglo XXI.  Ahora bien, ¿por qué a estas alturas del partido seguimos consiguiendo comportamientos como éste cuando la información o, más propiamente, el acceso a ella, por un lado, y la comunicación por el otro se han masificado para convertirse en los bastiones de las libertades de los pueblos, de sus figuraciones y buenas ejecutorias, es decir, del verdadero ejercicio de la democracia?  Y no me refiero únicamente a los hechos políticos noticiosos en nuestro patio sino también a la historia mundial, la reciente y la no tanto, a la economía global y a la comunicación en tiempo real.  ¿Acaso esa gente no lee, no ve televisión, no escucha la radio, no accede a la Internet, no ve las barbas del vecino ardiendo e indaga con él?  ¿No piensa, no discurre?  Que eso le haya sucedido a Cuba por ejemplo, no es un mito.  Allí lo más eficaz que hizo el Estado fue aislar a la población colocándole unas grngolas para evitar que se informara y se comunicara logrando así el efecto pretendido, cual fue el de que ese pueblo no pudiera ver más allá de su propia perentoriedad de vida, no se enterara de por dónde realmente iba el Mundo; algo así como que lo conminó a vivir dentro de un huevo, engaño y totalitarismo adelantes, aparte de que tiene mucha relevancia la circunstancia de que ese evento se dio en otra época y en otro contexto y como resultado de una revolución cierta, válida o no, pero cierta; no esta burla anacrónica y sin sentido, carente de toda justificación y sustento que este cáncer de nuestra historia, enfermo de histrionismo, fracasado militarmente además, ha querido imponernos.  Lo más triste y a la vez penoso: que los encargados de estudiar y catalogar los comportamientos de los humanos sitúan al que nos ocupa rayano con la estupidez, con la idiotez.  He debido entonces titular estas líneas: “El país de los idiotas”.  Precisamente, viene a mi memoria el símil, o realidad histórica, plasmado y excelentemente tratado en el par de eminentes ensayos escritos por esos tres pensadores de la actualidad: Plinio Apuleyo Mendoza, Carlos Alberto Montaner y Álvaro Vargas Llosa.  Por mi parte yo, sin pertenecer a ningún gremio de analistas de la personalidad ni pretenderlo, voy a aventurarme a analizar esos porqués.

En primer lugar y no me cansaré de repetirlo, padecemos de una muy baja autoestima; o de su ausencia absoluta.  Esta afirmación la sostengo tanto para los individuos como para la comunidad.  No debería ser posible que un discurso tan trasnochado como el de Chávez, tan mediático e inmediato, mediocre por demás, cale como lo ha hecho hasta ahora en la mayoría de los votantes; o al menos no es lo lógico.  Pero lo peor, continúa calando gracias a la hemorragia de dólares del Estado y como forzado síntoma de esa pobreza intelectual generalizada.  Resulta que todo aquel que se quiera y que se respete a sí mismo, poco valor y poca cabida debería concederle a esas ideologías de pacotilla y mucho menos habría de hacerlo con los impostores que las lideran, amén de que ese individuo con amor propio preferirá siempre haberse ganado lo que tiene fruto de su trabajo en lugar de haberlo obtenido como limosna malsana; digamos que esto sí tiene lógica.  Claro, existe un engaño sistemático en el discurso: “ahora serás dueño de lo que por derecho siempre te ha pertenecido” en referencia a la principal fuente de riqueza del país, como que si en el pasado reciente no hubiese sido así, mientras el domesticador lo único que hace es utilizar ese pretexto para despilfarrar y manipular a su antojo y conveniencia esos patrimonios sobre los que nominalmente el pueblo tiene derecho y que nunca llega a disfrutar efectivamente.  Pregunto: ¿acaso no es mejor aprovechar los beneficios producidos por esos caudales repartidos adecuadamente según los lineamientos de una economía de mercado donde se valore y se recompense el esfuerzo, el trabajo, la iniciativa propia, la empresa privada, en lugar de ser dueños fantasmas de un intangible del que nunca logra verse por ningún lado el resultado de la gestión gracias a su ocultamiento y desvío premeditados para en definitiva terminar teniéndose menos o nada?  Las focas caen en el engaño, se creen dueñas, ahora, del petróleo, mas creo simple entender sin necesidad de demostración que el pueblo venezolano percibe menos beneficios de su explotación hoy, es menos su dueño que lo que fue a partir de 1975 cuando su industria fue nacionalizada, o lo que continuaba siendo en 1985 o en 1995.  Al final, eso de trabajar, de producir, de pensar en la familia y por ende en la comunidad, de pretender ser ciudadanos de mejor clase está en la mente y en el corazón de cada quien.  Las sociedades nacen de los individuos; no al revés.  Es cierto que en términos sociológicos el conjunto representa más que la suma de las partes; precisamente deberíamos apostar por tener “partes” de calidad.

En segundo lugar, muy a pesar de que muchos venezolanos viajados por el mundo y en el  mismo suelo patrio han dejado sentado lo contrario, el habitante común siempre espera que sea otro el que haga sus deberes, que trabaje por él, que resuelva por él e inclusive que le provea el sustento; funciona como una especie de derecho falso adquirido históricamente.  Será comodidad, “viveza criolla”, holgazanería, falta de iniciativa o, muy probablemente, ignorancia y elucubración mental pero no hay duda de que somos la mar del mínimo esfuerzo, en parte, culpa de estos Estados paterno populistas tan típicos de la región que nos han acostumbrado a ofrecernos todo y de todo a cambio de votos y, también, por causa de nuestra propia historia de emancipación en la que no estuvo incluido algún período de hambruna o de carestía extrema, sólo guerras civiles muy románticas pero con poco nivel de involucramiento social.  Nacemos con derechos, con muchos, pero con pocos deberes, aparentes, a esperar por el amamantamiento de la mamá Patria.  Definitivamente, la clase política en el súmmum de su demagogia se ancla en este argumento y comercia con esa ignorancia generalizada.  Pretendemos ser más vivos que los demás y terminamos escupiendo hacia el cielo.

Es ésta entonces una diáfana conclusión: el problema fundamental en esta dolida Venezuela lejos de ser únicamente histórico, político, económico, geográfico o de “guerra asimétrica contra el Imperio” termina siendo esencialmente sociológico: tiene que ver con la gente.  Solucionarlo significará trabajar con esas focas tema de esta disertación y, en condición sine qua non, con sus descendientes.  Dícese rápido, pero serán procesos de proyección del hombre aunque, más aún, de recuperación, de reconstrucción del individuo, de volver al verdadero venezolano, aquel que nunca peleó en la calle con sus conciudadanos porque no convalidaran su manera de pensar y que le atribuía mucho valor a los grados académicos y culturales que había obtenido; aquel que consistentemente dejó muy en alto el nombre del país en el mundo gracias a su irrefutable figuración profesional; aquel que se bien valoraba a sí mismo y se interesaba por formar parte de una sociedad que tuviese peso específico.  Proyecto que lógicamente requerirá de mucho tiempo, tesón y buena voluntad.  Largo trayecto para llegar a tener un país con individuos de número y no con focas, a menos que sea para disfrutar de sus espectáculos en el circo o en la televisión.

30 de enero de 2012

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